viernes, 18 de julio de 2008

Amor Granate - Parte 8

Eeva miraba de un lado a otro, absorbiendo cada detalle en su mente cual esponja. Las gotas de lluvia caían en cámara lenta frente a sus ojos, llegando a fundirse con el agua del suelo. Cada molécula en fusión con cada molécula, simple como la naturaleza misma. Ya comenzaba a ser hora de volver a casa.

Era una casona del siglo XVIII, con una gran cantidad de habitaciones, pues anteriormente había sido un hotel para inmigrantes en la época de las grandes migraciones. Todo estaba decorado modestamente, no quedaba ningún mueble clásico de la era misma en que había sido construido el edificio. Antii de todas maneras había sabido conservar unos viejos retratos de los dueños originales, y en algunos de los cuartos quedaban alfombras y cortinados.

El sol aparentaba querer salir por entre la lluvia, eran casi las seis de la mañana y ya iba a amanecer, había tenido una larga noche, y ya era momento de descansar.
Antii era distinto a cualquier otro vampiro de nuestra época, en la que las fabulas y leyendas describían a estos seres durmiendo en grandes féretros, o en cámaras de frío. Antii había tomado la costumbre de dormir encerrado en el sótano, lo suficientemente frío y oscuro para que pudiera dormir como corresponde. Nunca le había gustado la idea de dormir dentro de una caja, y solo se conformaba con una modesta cama doble con sabanas de algodón de un raro diseño de payasos.

-Menos mal que no tendré visitas hoy.- se dijo.

Se recostó lentamente pensando en los sucesos de la noche, con miles de preguntas sin respuesta en la cabeza se durmió poco a poco, como sumiéndose en un sueño hipnótico.

Eeva, por su lado, vagaba por las calles de la ciudad sin rumbo fijo. El primer rayo de sol de la madrugada le iluminó la cara, pero al cabo de unos segundos comenzó a sentir picazón y ardor. Parecían miles de agujas pinchándole constantemente el rostro, de tal manera que tuvo que buscar algo de sombra.
Su desesperación era tal que comenzó a correr gritando desesperada por ayuda. Al doblar en una esquina, se topo con un hombre de unos sesenta años, cabello canoso y ojos marrones quien, antes de chocarse, logro agarrarla de los brazos. Tenía muy buenos reflejos gracias al deporte y actividades varias que había practicado toda su vida, pero eso a Eeva no le importaba, no lo conocía, y con eso se contentó lo suficiente como para no pensar y seguir su máximo instinto.

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